Amor, Justicia y Promoción del Hombre


Amor, Justicia y Promoción del Hombre
"Una mirada a traves de la Exhortación Apostólica "Dilexi te" del Papa León XIV sobre el amor hacia los pobres"
por Felisindo Rodriguez
10/10/2025

La exhortación Dilexi te, recientemente publicada del Papa León XIV, es sin duda un texto luminoso sobre la dignidad del ser humano y la opción de Dios por los pobres. Rescata el corazón evangélico del amor como fuerza transformadora, la caridad como vínculo que redime y la solidaridad como expresión concreta del Reino. Sin embargo, más allá de su tono profundamente evangélico, deja entrever un punto que merece una reflexión serena: el riesgo de exaltar la pobreza como valor en sí misma, sin subrayar con igual fuerza la necesidad de promover al hombre, liberarlo y hacerlo corresponsable de su destino.

La frase “no dar a los pobres es robarles, es defraudarles la vida, porque lo que poseemos les pertenece” es conmovedora y, en el plano estructural, legítima: en un mundo donde millones carecen de lo esencial mientras otros acumulan, toda riqueza injusta es, en cierto modo, un robo. Pero en el plano personal, esa misma idea puede transformarse en una trampa moral. Si se interpreta literalmente, podría justificar la pasividad o la dependencia, anulando el llamado interior que cada persona recibe a ser cocreadora con Dios, a transformar su realidad mediante el trabajo, la creatividad y la responsabilidad.
Justificaría que alguien que no desea trabajar, o lo hace sin esfuerzo, reclame para sí los beneficios de quien sí lo hace.

El judaísmo, padre espiritual del cristianismo, siempre vio la pobreza no como un estado deseable sino como una herida que debe ser sanada. El mandato “Id y dad fruto” expresa justamente esa visión: el hombre ha sido creado para producir, para transformar, para colaborar activamente con el Creador. La caridad, en esta perspectiva, no reemplaza la justicia, sino que la prepara. La ayuda al necesitado es sagrada, pero su meta no es perpetuar la necesidad, sino promover la autonomía, la libertad y la dignidad del otro.

Por eso, el mayor acto de amor no es solo dar, sino ayudar al otro a levantarse. Y aquí se abre una dimensión que Dilexi te roza pero no desarrolla: la promoción humana y la justicia estructural. En una economía deshumanizada, donde la riqueza circula sin rostro y la especulación se disfraza de progreso, la pobreza no es una fatalidad: es una consecuencia. No hay mayor escándalo espiritual que la miseria generada por sistemas injustos y la corrupción política que los sostiene.

La corrupción es el pecado de los que, pudiendo hacer justicia, eligen servirse del poder. Corromper es desfigurar el rostro del otro, convertir la autoridad en botín. Por eso la lucha contra la corrupción no es un tema político, es una exigencia espiritual. El político que legisla sin ética, el empresario que paga salarios indignos, el ciudadano que evade o se aprovecha, todos participan —en distinta medida— de esa economía del egoísmo que empobrece a los pueblos y vacía de contenido las palabras de fe.

Pero no se trata de juzgar, sino de despertar. Todos, desde el lugar que ocupamos, estamos llamados a ejercer una justicia amorosa. El empresario, ofreciendo sueldos acordes a sus ganancias; el político, promoviendo leyes que favorezcan el bien común; el ciudadano, actuando con honestidad en lo pequeño. No hay verdadera espiritualidad sin coherencia ética. Y no hay coherencia ética sin amor encarnado en la justicia cotidiana.

Por eso, más que amar la pobreza, debemos amar al pobre, que no es lo mismo. Amar la pobreza es resignarse a la injusticia; amar al pobre es luchar para que deje de serlo. Si el pobre es Cristo presente —como enseña el Evangelio—, debemos preguntarnos: ¿debe seguir siéndolo? ¿O la verdadera fidelidad a Cristo consiste en liberarlo de esa condición, en hacerlo partícipe de su misma dignidad creadora?

El desafío cristiano no es venerar la pobreza, sino abolirla. No desde la confrontación ideológica, sino desde la transformación interior que lleva a construir un orden más justo. Si cada uno actuara según su conciencia, si nuestros bienes provinieran del trabajo justo y no de la iniquidad o el privilegio, no estaríamos hablando de poscristiandad, sino de una cristiandad madura, en la que la fe se expresa en responsabilidad, creatividad y amor eficaz.

El mundo necesita hoy menos discursos y más ejemplos: políticos que sirvan, empresarios que compartan, educadores que despierten vocaciones, ciudadanos que comprendan que el bien común no es un sueño, sino una tarea.

Porque cuando la justicia se une al amor, el pobre deja de ser un objeto de compasión para convertirse en un hermano en camino. Y en esa comunión de esfuerzos, en esa cooperación con Dios, se cumple el mandato más antiguo y más nuevo: “Id y dad fruto”.

10/10/2025

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